Autoridad y autoritarismo en la enseñanza
La Comunidad de Madrid ha tenido la lamentable idea (una más en su escalada hacia una suerte de independentismo cañí-carpetovetónico) de convertir al profesorado de la enseñanza estatal en autoridad pública. Esto se traduciría en que las agresiones físicas al profesorado se convertirían en delito y que su palabra tendría preeminencia en un posible conflicto.
¿Es esta la solución a los problemas de indisciplina en nuestras aulas, especialmente las de secundaria? Mucho me temo que no. Más bien se trata de dar satisfacción a la caverna educativa, representada, entre otros, por ciertos sindicatos corporativos y por asociaciones de la enseñanza católica -cuyo profesorado, al no ser funcionario, no saboreará las supuestas mieles de la condición de autoridad pública-.
RAFAEL FEITO 21/09/2009. El País
Lo que subyace a esta propuesta es una idea decimonónica -en todo caso, anterior a la actual sociedad del conocimiento- del hecho educativo. Aquí se trata de un modelo en que el profesor (-a) se sube una tarima y llena con su saber las cabezas vacías de los pobrecitos alumnos y alumnas. Ni qué decir tiene que para que este modelo funcione se precisa un régimen de control disciplinario que garantice que el alumnado esté en disposición de aprender, es decir, callado, sentado, aseado y con el libro de texto abierto en la página correspondiente.
La relación educativa no puede sustentarse sobre el mero recurso a la autoridad. Pensemos, por ejemplo, en una de las escenas de una película que seguramente ha visto la mayor parte del profesorado, La clase (de Laurent Cantet). El sincero y comprometido profesor de Lengua François Marin gestiona pésimamente un incidente que él mismo inicia al considerar que las alumnas representantes en la junta de evaluación se comportaron como fulanas (pétasses). Si François hubiera sido una autoridad pública no habría habido lugar a un debate sobre cómo interpretar las palabras del profesor y el modo en que el alumnado se siente vejado. Finalmente, todo termina en que un estudiante es -a mi juicio injustamente- expulsado. Quiero con esto decir que la relación educativa es radicalmente distinta a la que de un modo puntual podemos establecer con el guardia que nos multa por cometer una infracción de tráfico. Aquí damos preeminencia al agente para salvaguardar el bien común de la seguridad.
Hay centros en los que se ha optado por una resolución dialogada y democrática de los inevitables conflictos escolares. Algunos institutos madrileños de secundaria -como el "Miguel Catalán" de Coslada o el "Madrid Sur" en Vallecas- promueven la figura de los estudiantes mediadores. Otros, como el "Mariano José de Larra" en Aluche, establecen contratos del centro con los estudiantes y sus familias. En colegios públicos como "Trabenco" de Leganés -especialmente maltratado por el gobierno de la Comunidad de Madrid- o en "La Navata", en Galapagar, la comunicación con las familias es tan fluida y abierta que, salvo casos de enfermedad mental, las agresiones que han desatado el pánico moral en este comienzo de curso son simplemente inconcebibles. En todos estos centros la valoración social del profesorado es altísima.
Si hay una figura a la que habría que conceder más autoridad y más poder es a la del director o directora de centro. El director -y el equipo directivo en su conjunto- entre otras tareas, ha de ejecutar sanciones y, en consecuencia, precisa de un fuero especial.
Pero no es este el único motivo. En los centros públicos más de la mitad de los directores son nombrados por la administración educativa porque no hay candidatos endógenos. Esto lo explicaba muy bien un catedrático de instituto, Joan Estruch. A diferencia de lo que ocurrió en la sociedad civil, la transición en los centros de secundaria no fue una reforma sino una ruptura. Estruch se refiere al protagonismo de la generación de 1977, año en que accede a la función pública una enorme cantidad de profesores jóvenes al amparo de unas más que polémicas oposiciones restringidas. De buenas a primeras, la autoridad es rechazada por este profesorado, lo cual, en principio, pudo estar muy bien. La inspección, la dirección de los departamentos didácticos y de los centros son cuestionados por representar el fascismo del que salíamos. Esto se tradujo en que durante muchos años la inspección educativa en la práctica no existió. Al no haber dirección de departamentos con competencias ejecutivas el profesorado se coordina si le place. Y, finalmente, el director se habría de convertir en el director-compañero (elegido de facto por el claustro y refrendado en el consejo escolar de centro) que justificaría los retrasos, ausencias y cómodos horarios de algunos de sus colegas. Hace no mucho, el director de un instituto me preguntaba si conocía algún estudio que indagara en por qué el profesorado de su centro tarda más tiempo en efectuar el cambio de clase que sus colegas del concertado de al lado.
Esto es lo que explica que, en más de una ocasión, las asociaciones de padres (especialmente en la secundaria) hayan tenido que tratar de realizar las labores -intromisión, según algunos- de inspección, coordinación y dirección que desparecieron o menguaron. He aquí una explicación más, a añadir al rechazo a otros grupos étnicos y/o sociales, de la preferencia de tantas familias por la privada.
Rafael Feito Alonso es profesor de Sociología de la Educación.
Cuando un profesor universitario tiene semejante discurso ya no nos sorperende cómo estamos en educación en este país.
Bastaría que se pasaran una semanita intentando dar clase en algún instituto que mejor no nombro para que abrieran los ojos estos expertos en lo que ni conocen ni han pisado nunca: una clase de chavales de secundaria. Mejor que se callen.
Saludos