Discusión bizantina
JUAN G. BEDOYA 01/12/2008. El País
La guerra del crucifijo es controversia que viene y va, con los mismos argumentos, como si no pasaran los años. Se parece a las enconadas disputas entre los prelados e intelectuales bizantinos durante la Edad Media sobre si usar santos o representaciones antropomórficas como objetos de culto. Erasmo, a riesgo de ser preso de la Inquisición, dedicó al asunto una parte de su diatriba contra los teologuchos que discutían sin cesar sobre si era pecado menos grave matar a un millar de hombres que coser en domingo el zapato de un pobre. Otros tuvieron peor suerte: la quema de Giordano Bruno por sostener que hay otros mundos además de éste; la aniquilación de Galileo por insistir en que la tierra gira alrededor del sol; la hoguera para los primeros que usaron anestesia para que la mujer pariera sin dolor e, incluso, la condena del inventor del pararrayos porque, si dios quiere fulminarte en medio de una tormenta, ¿quién es el hombre para impedirlo con artilugios tales?
La primera guerra del crucifijo se desató en 1977, cuando aún persistía en España la coalición de la sala de guardia y la sacristía. Franco, caudillo y cruzado nacionalcatólico, había muerto dos años antes y el presidente de las nuevas Cortes retiró el crucifijo de su despacho oficial. Aún resuenan las execraciones contra Antonio Hernández Gil, honorable jurista y confeso católico.
Y 31 años más tarde, estamos en lo mismo. Parecería que por las cuestiones que afectan a la relación entre un Estado laico y las creencias de sus ciudadanos no pasasen los años. Las grandes tradiciones religiosas nacieron y se organizaron, no para convivir, sino para combatirse -para ser cada una de ellas la religión verdadera-. Superado ese pasado, al menos de palabra, hoy buscan enemigos en el Estado y en la sociedad.
Los eclesiásticos apelan al dicho cristiano de «dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». Interpretan con tacañería esa consigna. España es ejemplo del desencuentro que viven la sociedad y la Iglesia romana. La ciudadanía avanza, pero su vieja religión no se adapta, o lo hace a regañadientes. Crece la libertad de conciencia, se multiplican en armonía las creencias, se consolida la separación del Estato y las iglesias. Pero los obispos católicos dicen no -siempre no- a cada norma o costumbre que moleste a sus doctrinas, como si los españoles tuvieran que asumirlas ad aeternum.
Conviene subrayar ejemplos para imaginar lo extravagante que parecerá a próximas generaciones esta disputa por la presencia de crucifijos en escuelas, juzgados, o en la toma de posesión del presidente del Gobierno. Los obispos predicaron que la idea de que «la autoridad emana únicamente del pueblo acarrea un diluvio de males»; tacharon de «inmoral concubinato» la legalización de matrimonio civil; se opusieron con virulencia a la creación de colegios mixtos -«la coeducación de sexos es antitradicional y anticristiana»-; y proclamaron que era motivo hasta para llamar a una guerra civil la libertad de culto, la supresión de «honores militares al Santísimo Sacramento», la secularización de cementerios o la separación del Estado y las iglesias. Todavía en 1973, la Conferencia Episcopal argumentó en «razones históricas» la intervención de su iglesia «en lo temporal». Es la añoranza de los tiempos en que la nación española consideraba «timbre de honor el acatamiento a la ley de Dios según la doctrina de la Iglesia católica y romana, única verdadera» (Ley de Principios Fundamentales del Movimiento, del 27 de mayo de 1958).
Se habla estos días de «cristofobia» y de «anticlericalismo rancio». La realidad es que el Gobierno socialista incrementó hace un año el 34% la asignación del Estado para sueldos de obispos y sacerdotes. Nadie discute el prestigio de Cristo, mucho mayor que el de su iglesia; ni sobre los dineros públicos que perciben los eclesiásticos. Se trata sólo -nada más, nada menos- de cumplir y hacer cumplir la Constitución, que proclama bien alto la aconfesionalidad del Estado.
La ministra Mercedes Cabrera dijo la semana pasada que hay que retirar [de los colegios públicos] «cualquier símbolo que pueda agredir o crear sensación de agresión». Es una declaración muy desafortunada. Al Gobierno no le compete juzgar sobre sensaciones, sino hacer que se respeten los derechos y las libertades constitucionales. Por cierto, las comunidades donde perduran más crucifijos en los edificios públicos son las gobernadas por los socialistas, como Andalucía. Es paradoja extravagante y da que pensar.