El placer o la escuela
PERIÓDICIO DE CATALUÑA / JOAN BARRIL
El otro día Ferran Adrià –ajeno a las invectivas que sobre él estaban cayendo– se encontraba en un congreso de cardiología junto al eminente doctor Valentí Fuster. Ambos llegaron a la conclusión de que no sabíamos gran cosa de la alimentación. Coincidían en que esta es una actividad que –cuando menos en el primer mundo– nos lleva aproximadamente unas tres horas al día. Por más que se popularice la moda del fast food, el acto de comer, sea social o íntimo, todavía tiene un innegable atractivo para dedicarle su tiempo.
Superados los años difíciles en los que la lucha por la vida eran la lucha por la comida, ahora hay que ir a una mejora del acto de comer. Algunos maniqueos cercanos a la Administración han impuesto esa idea malévola por la que nos incitan a «comer sano». Como si hubiera una manera insana de comer que fuera más allá de la salmonela y de los alimentos caducados. Los partidarios de la comida sana han hecho del acto de comer una verdadera ortodoxia por la que los pies de cerdo, los callos con garbanzos o el foie se han convertido en recetas del diablo.
En un segundo orden de nutricionistas menos radicales aparecen los partidarios de la «comida equilibrada». No es un sinónimo de los puristas de la «comida sana». Los equilibrados permiten que de vez en cuando echemos una canita al aire. En ambos casos se intuye la idea de convertir la alimentación en una suerte de religión. No hay libros sagrados ni lecturas interesadas que influyan en el ritual nutricional. Se trata simplemente de establecer en un acto tan cotidiano como el comer una normativa arbitraria destinada a prolongarnos –pobres ilusos– la vida aburrida de la renuncia a las cosas más alegres de la vida.
Sin embargo, el tándem Adrià -Fuster es un punto de encuentro interesante. El simple hecho de pensar que podemos morir de nuestros hábitos alimentarios hace que nos planteemos sus alternativas. Y una de las cosas que dijeron fue que tenía que introducirse en la escuela una asignatura que enseñara lo que hemos de comer. Y ahí pensé que no íbamos bien. A la escuela le exigimos que explique todo aquello que nosotros todavía no sabemos explicarnos. A la escuela le encargamos que nuestros hijos sean mejores que nosotros.
Paremos un momento. ¿Realmente lo que somos proviene de la escuela? Cuando hemos de contar nuestra vida a un desconocido o desconocida, ¿acaso le contamos las clases de matemáticas y los exámenes de filosofía que vivimos en nuestra adolescencia?
Lo que le contamos es nuestra experiencia, esa que viene de equivocarnos muchas veces. Somos aquello que supimos sacar de las transgresiones y de los excesos. Llevar la comida equilibrada a las escuelas va a ser un elemento más para habitar en el desequilibrio rebelde, que es la patria natural del adolescente. Si se pretende que la comida sea un placer y un elemento de salud, no vayan nunca al comensal sino a los cocineros de las colectividades escolares. No den teoría. Limítense a cantar el placer sin dictar las normas. Fuera del yantar salutífero y de las consejerías de salud también hay salvación.