La distancia en el aula
EL CORREO – 11.10.2008 –
VICENTE CARRIÓN ARREGUI PROFESOR DE FILOSOFÍA DE ENSEÑANZA SECUNDARIA
Dice Daniel Goleman en su Inteligencia Emocional que «tal vez no haya habilidad psicológica más esencial que la de resistir al impulso. ése es el fundamento mismo de cualquier autocontrol emocional». Y yo enfocaría por ahí los alarmantes resultados que se desprenden del estudio realizado por la Fundación Santa María y la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI), La situación de los profesores noveles 2008, en lo que se refiere a la valoración que realizan los docentes de sus alumnos actuales. ¿Cómo explicarnos si no que hasta un 62,2% de los profesores de Secundaria considere que sus alumnos son peores que los de hace unos años? Más allá de la alquimia psicológica que nos invita a considerar que cualquier tiempo pasado fue mejor, no parece razonable que los alumnos puedan empeorar conforme mejoran su nivel de vida y sus recursos tecnológicos, a no ser que rastreemos en la cara oculta de esa voluntad de ofrecer a nuestros hijos lo mejor que, al parecer, provoca consecuencias más bien nefastas en buena parte de las familias.
Las nobles intenciones de educar a nuestros hijos en libertad y priorizando la solidez de los vínculos afectivos frente a otras cuestiones se traduce, en demasiadas ocasiones, en que desatendemos el trabajo que supone la educación emocional para contener esos impulsos característicos, que no exclusivos, de niños y jóvenes. Hablamos de la inclinación a la pereza y a la dejadez a la hora de rehuir las dificultades, buscando siempre la gratificación inmediata y la senda del mínimo esfuerzo. Todo padre y madre sabe que puede ser más sencillo recoger la habitación del hijo que esforzarse en que la recoja él, pero cuando transigimos en esa batalla -valga esto para fregar los cacharros, recoger la mesa, bajar la basura o cualquier otra tarea doméstica-, la criatura aprende lo contrario de lo debido: que sus resistencias pueden ser efectivas en nombre de la mal llamada «paz familiar». Y si ha podido con los padres, ¿qué impedirá que pueda con sus profesores?
Pero por mucho que lamentemos que las familias desistan de sus responsabilidades -no olvidemos que a menudo el alumno es víctima de circunstancias problemáticas de las que no es responsable-, tampoco podemos, como profesores, hacer lo mismo y atribuir a la dejadez familiar nuestros fracasos educativos.
Estamos obligados a buscar soluciones y, pese a haberlo mencionado en otras ocasiones, no quiero ignorar la responsabilidad de la Administración a la hora de fomentar la estabilidad de los equipos directivos para que puedan imprimir a los centros las pautas de convivencia necesarias con una mínima continuidad. También hay un par de cuestiones muy concretas al alcance de cualquier profesor. La primera, el mandar más tareas para casa -y recogerlas, corregirlas y puntuarlas- para que el alumno elija en qué momento de su tiempo libre atiende a sus deberes escolares, y para crear en torno a ello un vínculo de apoyo y conexión con las familias que pueda fomentar una mayor responsabilidad del estudiante.
La otra cuestión, en la que todos los expertos coinciden, estriba en reforzar las tutorías personalizadas, además de las de grupo. No puede ser que tantísimos chavales abandonen sus estudios sin haber pasado un rato a solas, cara a cara, con uno u otro profesor que sondee, oriente, atienda o detecte qué dificultades encuentra el alumno en su aprendizaje. Una atención más individualizada permite marcar objetivos concretos y huir de esa «igualación a la baja» que tantos estragos ha producido en los últimos años. Pueden bastar unos segundos, unas miradas o unas palabras de aprecio y ánimo para que el estudiante deje de sentirse uno más del montón y reaccione positivamente al tú a tú.
Porque, no nos engañemos, por mucho que despotriquemos de la educación familiar y del fracaso escolar, es manifiesto que, para lo que les interesa, los alumnos siguen siendo tan espabilados como siempre, si no más. Otra cosa es que el formato de aprendizaje que les ofrecemos les resulte obsoleto y aburrido, y en algo habrá que reconocer que llevan razón. Los profesores hemos dejado de tener las llaves del saber, como decía Pedro Rascón, presidente de la Confederación Española de Asociaciones de Padres de Alumnos (CEAPA), y tenemos que ganarnos a pulso la autoridad que en otros tiempos se nos daba por establecida. Y para ello necesitamos transmitirles nuestra ilusión por el conocimiento adaptándonos a su nivel de comprensión y utilizando los recursos didácticos que puedan ser más efectivos.
Actualizar nuestras lecciones no tiene por qué significar rebajar contenidos. Significa que nos las ingeniamos para que entiendan que los esfuerzos cognitivos y procedimentales que les pedimos les van a ser útiles para manejarse mejor en el mundo actual. Pero por mucha innovación tecnológica, audiovisual o didáctica que practiquemos -¡bienvenida sea la confianza que los profesores noveles tienen en su propia preparación!-, no hay modo de esquivar una evidencia: estudiar no es divertido. Nunca lo ha sido ni lo será. Con el tiempo puede resultar satisfactorio, pero siempre conlleva un esfuerzo que, en ocasiones, resulta muy costoso realizar. Supongo que a ello se refiere Goleman: la educación de nuestros jóvenes no sólo depende de sus satisfacciones, sino también de su capacidad de renuncia y control. No suena bien pero así es la vida.