La educación irremediable
Fernando Savater 11/10/200. El País.
Durante muchos años, algunos nostálgicos hemos mantenido intacto el culto a la escuela republicana francesa como ideal de esa educación ilustrada, igualitaria y laica que en tantos sitios nunca se ha logrado y en otros parece haberse perdido. Sin embargo, hoy también ese envidiable parangón está en entredicho y padece peligrosas asechanzas. Pero como quien tuvo retuvo, esa relativa degradación es vista como un serio problema social y político por nuestros vecinos. Menudean los artículos sobre el tema en los principales periódicos y han aparecido o están a punto de aparecer diversos libros que debaten la situación con amplio eco público. El proceso de corrupción gradual de la escuela republicana sigue pautas que nosotros en España conocemos ya bastante bien: los reaccionarios de derechas que se oponen a la separación efectiva de la Iglesia y el Estado pretenden en cambio imponer la separación gradual del Estado y la educación. A este fin procuran presentar como una «modernización» cuanto favorece el crecimiento de la escuela privada, con un truco impecable: lograr que quienes compiten con ella desde lo privado, por medio de concertaciones, lo hagan con el apoyo de los mismos fondos públicos.
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La educación siempre se deberá enfrentar a otras enseñanzas: las de la calle, las de los más bribones, las de quienes obtienen éxito fácil o resplandor fatuo
El paso siguiente será el bono o cheque escolar, que permitirá a los padres mayor capacidad de elección de centro… lo cual favorece a quienes tienen más nivel cultural previo para ejercer la elección y desprotege a las familias que poco o nada saben de tales cuestiones. Ya no se trata de «los chicos con los chicos, las chicas con las chicas» sino también «los hijos de los cultos y los acomodados con sus iguales, los pobretes con quienes les toque al final de la cola». Como concluyó un estudio llevado a cabo en 2007 por la APED (Appel Pour une école Democratique), «en el contexto de los países industrializados avanzados de Europa occidental, el aumento de libertad de elección en materia de enseñanza primaria y secundaria se traduce como media por un aumento importante de la determinación social de las prestaciones escolares y por tanto de la desigualdad». En Francia esto equivale a un empobrecimiento de recursos para la educación pública, disminución de horas de clase (sólo cuatro días a la semana), temarios cada vez más escuálidos y confusos… Esto es al menos lo que denuncia el diputado socialista Jack Lang, que fue ministro de Cultura y ministro de Educación, en su carta a Xavier Darcos (actual ministro de Educación) titulada L’école abandonée (editorial Calman-Lévy) y también lo que sostiene Muriel Fitoussi en su Main basse sur l’école publique (editorial Demopolis), libros destinados a crear polémica en esta rentrée.
Desde luego, este nivel de discusión no tiene lugar entre nosotros. Aquí la cuestión educativa fundamental es el tema de la asignatura Educación para la Ciudadanía, convertida en problema por la manipulación mentirosa de la jerarquía católica secundada por los representantes más miopes del PP, querella encima achacada por algunos medios a la intransigencia gubernamental, cuando el ministerio ha estado siempre a la defensiva en este tema y de modo bastante timorato. Resulta que después de tantos seminarios y discursos sobre la urgencia de la «educación en valores», ahora los inquisidores decretan que educar en valores es adoctrinamiento intolerable: y últimamente ya no sólo van contra la Educación para la Ciudadanía sino también contra la de Ciencias para el Mundo Contemporáneo, culpable de contraponer el trabajo científico basado en pruebas a las creencias, que quedan reducidas a meras opiniones (según denuncia ese nuevo Malleus Maleficarum que es el suplemento Alfa & Omega de Abc). ¡Y éstos son los que llaman arcaicos a los «progres»!
La segunda preocupación de las autoridades educativas de nuestro país, en este caso nacionalistas, es asegurar la inmersión lingüística de los alumnos y garantizar que no estudien en castellano ni por casualidad para que no se distraigan y aprendan bien la lengua que cuenta, que es siempre la «otra». A este respecto no deja de ser interesante uno de los pocos puntos de acuerdo que tiene Jack Lang con el actual ministro de Educación al que critica en el libro antes mencionado: «Estos programas aprobados por usted se ordenan alrededor de la columna vertebral de la cultura: la lengua nacional, nuestra casa común. De ella procede todo. Hacia ella todo converge. Madre de las otras disciplinas, es el saber de los saberes. Un niño que no encuentra la llave de acceso a nuestra lengua es un niño herido, mutilado, humillado, excluido». Quien así habla -¡no quiero ni pensar lo que le llamarían aquí!- es un socialista francés (no bretón, ni vasco, ni provenzal, ni corso, ni normando, ni…), es decir, una variedad política sin equivalente hoy en España.
De modo que cuestiones más sofisticadas o sencillamente menos sectarias no reciben atención pública ninguna entre nosotros. Por ejemplo, el libro de Daniel Pennac Mal de escuela (editorial Mondadori, con meritoria traducción de Manuel Serrat) ha suscitado un notable revuelo en Francia: no trata de asignaturas ni de leyes educativas, sino del proceso de aprendizaje visto desde el que no aprende, el cancre o zoquete, que en este caso es un popular escritor hablando en primera persona. Una obra paralela aunque con la perspectiva opuesta -el profesor que quiere pero que apenas puede enseñar- fue publicada hace muy poco en España: El profesor en la trinchera, de José Sánchez Tortosa (editorial La Esfera de los Libros). En este caso no hubo revuelo público, ni polémica, ni nada de nada, ¡ay! Ambos libros son alarmantes y divertidos, humorísticos y algo trágicos, aunque a mi juicio es superior el de Sánchez Tortosa, porque el de Pennac -simpático y perspicaz, desde luego- resulta bastante repetitivo y finalmente un poco «blando». Sin embargo, ya digo: como si nada. Si entre nosotros se habla de alguno, será del francés y no del que describe lo que ocurre en nuestros institutos: así vamos, culturalmente hablando.
En cualquier caso, el libro de Pennac tiene muchas cosas valientes y de interés. Por ejemplo, ahora que tanta lata nos dan con que la educación es propiedad de los padres, su defensa del papel de la escuela: «Todo lo malo que se cuenta de la escuela nos oculta los numerosos niños a los que ha salvado de las taras, de los prejuicios, de la abulia, de la ignorancia, de la estupidez, de la avidez, de la inmovilidad o del fatalismo de las familias». Y también su reivindicación del papel singular e inexcusable de los buenos maestros, más importante que los planes de estudio, la tolerancia de los pedagogos progres o la exigencia de disciplina de los autoritarios para rescatar al zoquete de su condición de tal: «Basta un profesor -¡uno sólo!- para salvarnos de nosotros mismos y hacernos olvidar a todos los demás».
Como cualquiera que conoce de lo que está hablando, sea conservador o revolucionario (excluyendo a Jacques Ranciére), Pennac describe el proceso educativo como el choque más o menos violento del saber con la ignorancia. O si se prefiere, del relativo saber con la relativa ignorancia. Esa pugna siempre encierra esfuerzo: «La idea de que pueda enseñarse sin dificultad proviene de una representación etérea del alumno». La sociedad puede obstaculizar la labor de los profesores o retribuirla mal, pero no puede convertirla en un proceso fácil, automatizado. El alumno que no quiere aprender, que se aburre en clase, que piensa en otras cosas, que no comprende las razones por las que se le priva de su ocio y sus diversiones, no es un caso imposible, sino normal. La chiripa es el alumno que no desea más que aprender, que ruega que le enseñen, que se interesa por toda disciplina intelectual: los hay, pero no se puede confiar en su aparición ni exigirlos como no se puede dar por hecho que hallaremos tréboles de cuatro hojas. Pennac avisa a sus colegas profesores: el caso normal es el cancre, el zoquete y no el empollón. Y el buen profesor no es el que se impacienta ante los zoquetes o culpa al universo (o al gobierno de turno) por producirlos, sino quien tiene el sentido de la ignorancia, es decir, quien mejor posee «la aptitud de concebir el estado del que ignora lo que uno sabe». Por eso quizá los ex zoquetes lleguen a ser mejores maestros que los que fueron sabios desde pequeñitos.
La educación es irremediable, no en el sentido de que no tenga arreglo sino porque siempre se deberá enfrentar a otras enseñanzas: las de la calle, las de los más bribones, las de quienes obtienen éxito fácil o resplandor fatuo en los medios de comunicación. Nadie se queda sin aprender, lo importante es saber quién va a enseñar y qué se va a enseñar. Y la pregunta que nos hacemos quienes no queremos que enseñen los peores es: ¿llegaremos a tiempo? –