La niñera de España
La familiar televisión acompaña a nuestros hijos varias horas cada día, y muchos padres, temerosos de la calle –tan demonizada hoy día– en el fondo respiran tranquilos cuando los ven sentados frente a esa niñera electrónica que convierte a nuestras fierecillas en dóciles angelitos. Así, aunque sólo dejaríamos a nuestros retoños al cuidado de personas de confianza, los abandonamos diariamente en manos de publicistas y fabricantes, que son los que rigen los medios de comunicación, con el fin de convertirlos en consumidores natos. Para ello financiarán los programas que capten a mayor número de espectadores, de forma que puedan ser víctimas de la publicidad evidente o encubierta, sin importar que utilicen para conseguirlo imágenes morbosas, violentas o simplemente patéticas.
A pesar de este comienzo, no pretendo animar a erradicar el televisor de nuestros hogares. Es sólo un arma, como pudiera serlo un cuchillo, y su bondad o maldad dependerán del uso que se le dé. Pero yo nunca dejaría un arma en manos de un crío. Ni cuchillos, ni televisores. Y sin embargo, muchos chicos disponen de una televisión en su dormitorio, con lo que el control de sus padres no sólo sobre lo que ven, sino sobre las horas que descansan, es nulo. Luego necesitarán el pupitre para dormir las horas que les robaron las pantallas.
Ello no es óbice para que reconozca las virtudes de este medio. Nos acerca paisajes y gentes de otros países, cine y deportes, la ciencia, la historia a tiempo real… Y es una gran democratizadora, al hacer más equitativa la distribución de la información –máximo poder de nuestro tiempo– y el entretenimiento entre ricos y pobres. Pero, insisto, sigue siendo un arma peligrosa si se la deja sin control en manos de los chiquillos, que no tienen madurez para discernir lo que ven. Por eso, los anuncios pueden convencerlos de que pizzas y chocolatinas son los alimentos más saludables; o de que no es posible vivir sin móviles con cámara de fotos y ropa de marca.
Por otro lado, abundan tanto espacios publicitarios –sobre todo de ropa y refrescos– como series juveniles y hasta dibujos animados que animan a los chicos a rebelarse sistemáticamente contra sus padres, profesores, y contra las normas en general de su propia sociedad. Y no una rebelión crítica, sino estética, como una moda. Fenómeno que podríamos calificar de «suicidio social». Claro, luego nos quejamos de que los chicos de hoy son indisciplinados o pasivos, cuando esos valores son los que se les inculcan diariamente. Por no hablar de cómo aprenden, en los debates de famosillos de cada tarde, las reglas de la conversación: se impone el que grita más fuerte, interrumpe antes y difama mejor.
Por último, resulta preocupante pensar todo lo que nuestros hijos se pierden si permanecen absorbidos por las pantallas: juegos y deportes, lecturas, conversaciones… Tantas pequeñas grandes cosas que nosotros sí pudimos disfrutar y que nos hicieron más saludables, estimularon nuestras mentes y hasta nos humanizaron.
Está científicamente comprobado que nuestro cerebro asimila mejor las imágenes que las palabras, y es por ello que muchos de nuestros sensatos consejos se diluyen en las mentes infantiles contrarrestados por mensajes televisivos opuestos. En ese sentido, si nuestros gobernantes quieren realmente educar en valores a esta generación, no lo conseguirán con asignaturas nuevas, sino interviniendo en profundidad en el diseño de la televisión, especialmente de la pública. De hecho, por la enorme influencia educativa de este medio, TVE debería pertenecer al Ministerio de Educación y financiarse con dinero público, para garantizar su independencia. Pero no para llenarla de programas sesudos, sino para utilizar las mismas series, programas de humor y magazines con otros objetivos. Ya sabemos que en este país cualquier control de los medios de comunicación suena a histórica censura. Pero es obvio que los adultos debemos controlar los mensajes en horario infantil, y mejor que lo hagan los gobernantes que los publicistas.
Mientras tanto, algunos padres han iniciado el contraataque, defendiendo la salud mental de sus retoños. Así, se niegan a que éstos se aíslen con su propio televisor y controlan totalmente lo que ven, dejándoles visualizar únicamente DVDs ya revisados, restringiendo electrónicamente su acceso sólo a ciertos canales… Y les limitan el tiempo de exposición. Como una buena amiga mía, que les espetó a sus hijos que la tele «ponía plana la mente». Ellos inicialmente se burlaron, pero ella les convenció con creativos argumentos: «¿No recordáis que cuando lleváis un rato enganchados a la pantalla, os hablo y no reaccionáis?». Los chiquillos la miraron con ojos espantados, apagaron la tele y volvieron convencidos a sus juegos, sin rechistar.
Viva la maternidad creativa.
eugenia jiménez gonzález, orientadora de enseñanza secundaria