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La escuela, ¿la maestra de la vida?

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El cambio de los estudiantes tras su paso por las empresas demuestra que la universidad falla.

Jueves, 21 de abril del 2011 Antonio Argandoña Profesor del IESE. Universidad de Navarra.

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Durante mis años de docencia en la universidad me encontraba a menudo con antiguos alumnos después de unos años de acabar sus estudios. Cuando me despedía de ellos, tras unos minutos de charla, siempre me sorprendía: ¡cuánto ha cambiado esta chica o este chico! Hace unos años era un chisgarabís, y ahora… se ha convertido en una mujer o en un hombre hecho y derecho. ¿Por qué ese cambio?

Mi respuesta era: es que lleva dos o tres años trabajando. O sea, dos o tres años en los que debe estar cada día, a las ocho de la mañana, en su puesto de trabajo; no cuando le venga en gana, como cuando iba a la universidad; dos o tres años diciendo «sí, jefe» 30 veces al día, trabajando codo con codo con unos compañeros que no ha elegido y con los que no siempre le resulta agradable colaborar; dos o tres años teniendo que presentar cada día los resultados de su trabajo…

La empresa es un buen instrumento de formación. No todas, claro, ni siempre. Pero sí, al menos, para la mayoría de estudiantes, poco acostumbrados a la disciplina de un horario, al rendimiento diario, al esfuerzo, a la cooperación, al trabajo en equipo.

¿Fallo de la universidad, del instituto o de la escuela, de la sociedad, de la familia? No quiero repartir culpas, en las que también yo estoy implicado. En todo caso, los alumnos que ahora llegan al parvulario son individualistas (a pesar de las redes sociales), emotivistas (se dejan llevar por las emociones más que por la razón), hedonistas (si la clase no es un juego, no hay quien los aguante), buscan protección (algo que los padres prodigan ahora, sobre todo frente a la escuela) y compensaciones inmediatas (eso de estudiar para el día de mañana, aunque sea al final del trimestre, no está en su radar mental). Y lo peor del caso es que, después de un 30% de fracaso escolar, al salir de la universidad, muchos de ellos siguen con esas mismas características. No me extraña, pues, que las empresas se desesperen por la falta de calidad profesional, y a veces también humana, de los que aspiran a trabajar en ellas. Pero… con esos bueyes hemos de arar, como dice el refrán castellano.

¿Qué piden las empresas al sistema educativo? No suelen pedir más conocimientos, salvo quizá en algunas carreras especializadas; en todo caso, todas desean mejor formación en idiomas. Quizá se conforman con lo que hay, pero les gustaría que los empleados potenciales viniesen con conocimientos más prácticos, que es una manera de decir que lo que falta son las capacidades necesarias en el puesto de trabajo, a las que ya me he referido antes: capacidad de pensar con iniciativa y relacionando cosas (hay demasiados compartimentos estancos en la universidad), de trabajar en equipo, de disciplina y autoexigencia (demasiado énfasis en los incentivos externos: ¿qué me das a cambio de un poco más de esfuerzo?)…

Por otro lado, cuando los candidatos a los escasos puestos de trabajo disponibles llegan a las empresas, están más interesados en preguntar a qué hora es la salida que cuáles son sus oportunidades de formación y carrera. Quizá los docentes no ayudan mucho a la hora de prepararles para lo que se van a encontrar porque no conocen el mundo de la empresa más allá de algunos clichés ideológicos que, eso sí, han inculcado muy bien a sus alumnos. O quizá las empresas no ayudan tampoco a ese encaje, porque están más preocupadas por sus relaciones con los sindicatos que por la formación de una plantilla eficiente y dedicada, a la que han de tratar con generosidad si quieren ganar su lealtad.

Se nos llena la boca cuando hablamos de la importancia de la educación para el futuro de la economía. Y tenemos razón. Lo que no tenemos tan claro es cómo vamos a mejorar la cantidad y calidad del capital humano que, decimos, va a ser la clave del nuevo modelo productivo español. El sector pide más dinero, pero no parece que nuestros problemas vayan por ahí. Los sindicatos protestan por las reducciones de presupuesto. Parece que los grandes problemas sean la sexta hora, la lengua curricular, el reparto de los inmigrantes, los criterios para asignar alumnos a los centros públicos y concertados, el uniforme… ¿De verdad creemos que estos son los grandes problemas de nuestro sistema educativo?

«Te ha salido un artículo muy ácido», me dirá el lector. Sí, es cierto. No refleja toda la verdad: hay muchas familias que se esfuerzan por formar a sus hijos, muchos alumnos que trabajan bien, muchos docentes que son modélicos en sus comportamientos. Pero con excepciones no se forja un país. Tenemos un conjunto de problemas educativos, más allá de lo que digan los resultados de los estudios comparativos entre países. Y esos problemas se proyectan luego en nuestro mercado de trabajo: absentismo (¿nos extraña que el lunes muchos jóvenes se pongan enfermos, después del fin de semana?), falta de incentivos (¿cuántos meses he de trabajar antes de tener derecho a tres meses de paro?, preguntan), un capital humano insuficiente… ¿Acaso es por casualidad que tenemos una tasa de paro del 20%?

 

Profesor del IESE Business School

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