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El milagro español no tiene club

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La educación es también constante fuente de críticas. La bonanza económica no se ha traducido en un aumento de la inversión en la escuela. España gasta 4.100 euros al año por cada estudiante de primaria, frente a la media de la OCDE (4.500 euros)

CRISTINA GALINDO 25/10/200. El País.

Entrar en un club selecto es difícil por definición, pero en algunos casos resulta misión imposible. La demanda del Gobierno para que España se incorpore a los grandes foros económicos internacionales, como el G-8, con el objetivo de que pueda asistir a cumbres como la prevista en Estados Unidos en noviembre para reformar el capitalismo está cayendo de momento en saco roto. Mientras los estadísticos discuten si la economía española ocupa el octavo o duodécimo lugar en el ranking mundial, lo que parece claro es que el país tiene una representación internacional inferior a la que le correspondería por el peso en las finanzas. Los más críticos no tienen ninguna duda: a la política exterior española le falta una estrategia de Estado a largo plazo.

Nadie niega el espectacular crecimiento que ha vivido España, sobre todo tras su ingreso en la Unión Europea, en 1986. En los años setenta, era un país en vías de desarrollo. Desde entonces, el producto interior bruto (PIB) se ha multiplicado por cinco y se han escalado puestos en el índice de desarrollo de Naciones Unidas, hasta el 13º actual. Un total de 11 empresas españolas están entre las 500 mayores compañías del mundo. El Santander es el octavo banco del mundo y el BBVA, el número 16. España es el primer inversor extranjero en América Latina.

«Desde la transición, el crecimiento ha sido espectacular: un milagro económico como el vivido en Irlanda y el de la Alemania de posguerra», afirma Federico Steinberg, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid e investigador del Real Instituto Elcano. Sin embargo, ese poderío económico no se ha traducido en un mayor peso en el mundo en términos políticos.

Tener menos diplomáticos que Holanda no ayuda. Tampoco que el presupuesto del Ministerio de Asuntos Exteriores sea uno de los más reducidos con relación al PIB de Europa. Un informe encargado por el Gobierno español en 2005 para la futura reforma del servicio exterior ya reconocía que los esfuerzos que se han hecho en los últimos años para defender mejor los intereses del país en el extranjero han sido «insuficientes».

«Tenemos una política exterior raquítica para nuestro tamaño económico», afirma Jordi Vaquer, analista de la Fundación Cidob. «Mi impresión es que la política española en el exterior hay que ir intuyéndola. No hay tradición de tener un libro blanco que sirva para el debate a largo plazo», afirma. «Falta una visión clara, aunque a la política europea le pasa lo mismo, y es peligroso», añade Shaun Riordan, consultor y antiguo diplomático británico, que considera que España ha perdido influencia en los últimos años en el norte de África.

«Carecemos de una política de Estado sobre cómo hemos de estar en el mundo, con qué argumentos y para qué. ¿Queremos ser un país de mediadores, como los escandinavos? ¿O un país sin complejos a la hora de usar la fuerza?», se pregunta José Ignacio Torreblanca, director de la oficina en Madrid del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores. En fuentes vinculadas a los organismos internacionales se considera que a España le falta convicción crítica en los grandes temas de la agenda internacional. Está, dicen, pero con la boca pequeña.

El Gobierno se defiende. «Tuvimos una larga dictadura y, desde entonces, hemos ido avanzando poco a poco a la hora de definir nuestra estrategia; creo que durante esta legislatura la consolidaremos», afirma Diego López Garrido, secretario de Estado para la Unión Europea, que asegura que España tiene ahora unas líneas claras de actuación: centradas en la Unión Europea, en ser la referencia en las relaciones con América Latina, en reforzar el papel en Asia y África. «Nuestra política de cooperación es puntera y fue España quien consiguió que la UE levantara las sanciones a Cuba», dice.

«Existe una estrategia: ocupar un nuevo papel en las relaciones internacionales que pone el acento en la persuasión, la tolerancia y la cultura», añade Martín Ortega Carcelén, director del Gabinete de Análisis y Previsión de Política Exterior, dependiente de Exteriores.

Sea como sea, lejos de seguir una línea clara de continuidad, cada Gobierno democrático ha tenido un estilo propio y un concepto muy diferente de cómo defender los intereses del país en el mundo. A Felipe González se le podía ver a menudo codearse con otros dirigentes europeos, aunque fueran de otros partidos, como el alemán Helmut Köhl. Mientras, José María Aznar pasará a la historia, entre otras cosas, por ser el presidente que aprendió inglés junto a George W. Bush, cuya política apoyó sin titubeos, incluida la guerra de Irak. Por último, José Luis Rodríguez Zapatero es el impulsor de la alianza de civilizaciones y el gran defensor de la ONU.

Tres décadas después de la llegada de la democracia, España sigue buscando su lugar en los grandes foros económicos. Fue excluida del club de los más ricos -entre otras causas porque se creó cuando la economía española no era nada- y no entró en el club de los emergentes a finales de los noventa, porque no se consideraba un país como tal. ¿Qué sitio merece ahora?

No hay duda en la respuesta: España está mal representada. Con más de un billón de euros, el PIB español es hoy el quinto de la zona euro y el octavo del mundo, superando a Canadá y Rusia, que están en el G-8 (en este grupo no está China, que ya es la cuarta economía). Si se tiene en cuenta el poder de compra del país, baja varios puestos en la clasificación, hasta el 12º, por detrás de India, Brasil y México, economías emergentes agrupadas en el G-20.

La economía española ha ganado tamaño a ritmos superiores a la media europea durante años, pero ocupa lugares menos destacados en el mundo. Sus debilidades: bajo aumento de la productividad, crecimiento basado con exceso en la construcción y el turismo, bajo valor añadido de las exportaciones, y poca inversión en investigación y desarrollo (un 1,16% del PIB), en los lugares de cola de la UE. España, por ejemplo, no cuenta con ninguna empresa entre las 50 del mundo que más patentes solicitan. Por cada patente que pide una firma española, las alemanas piden 24 y las francesas ocho, según la Agencia Europea de Patentes. «La visión desde fuera no es precisamente que la economía española sea moderna, sino muy dependiente del ladrillo y el turismo», opina Riordan.

Esta supuesta mala imagen no tiene mucha razón de ser, a juicio de Mayte Ledo, economista jefe de Europa y Escenarios Financieros del Servicio de Estudios de BBVA. «La economía española tiene debilidades como otras; Alemania está estancada en términos de renta desde hace años y el modelo de servicios del Reino Unido también ha estado bajo cuestión», añade. «Pero la economía española ha sido, sin duda, una de las más dinámicas», afirma. La parte que no tiene que ver con la construcción y el sector público supone cerca de la mitad del PIB y ha estado creciendo a un ritmo del 3%.

La educación es también constante fuente de críticas. La bonanza económica no se ha traducido en un aumento de la inversión en la escuela. España gasta 4.100 euros al año por cada estudiante de primaria, frente a la media de la OCDE (4.500 euros); también está por encima del promedio en educación secundaria y universitaria. Además, ninguna universidad española está entre las 100 mejores el mundo. El último Informe Pisa, realizado por la OCDE entre los 57 países más desarrollados, afirma que España está por debajo de la media internacional en matemáticas y lectura, mientras los resultados están estancados en la mediocridad en ciencias.

Julio Carabaña, catedrático de Sociología de la Universidad Complutense y experto en análisis educativos, niega la mayor: «Nuestra media de puntuación no es tan mala y está al nivel de Francia y Estados Unidos. Necesitamos menos presupuesto porque nuestro sistema es más eficiente». En las aulas españolas hay 14 alumnos por profesor, mientras la media de la OCDE es de 16 alumnos por profesor. El experto reconoce que existe un problema en la investigación universitaria, que se basa en el voluntarismo de unos jóvenes becarios que cobran muy poco.

Como todos los países con aspiraciones -y en contra de la famosa frase de Groucho Marx: «No querría pertenecer a ningún club que me aceptara como socio»-, España hace tiempo que quiere integrarse en la llamada arquitectura de las formaciones G. Estar en el G-7, el G-8, el G-10, el G-20… es una forma de entrar en los grandes foros de discusión y, además, dar la imagen de que el país miembro tiene su importancia.

«Siempre hemos estado un poco aislados, pero no sólo por el franquismo o porque los Gobiernos democráticos lo hayan hecho bien o mal, sino también por otras condiciones más complejas, como la propia evolución histórica de la economía española», afirma Juan José Toribio, profesor del IESE en Madrid.

Cuando se creó el G-7, en 1976, España era una economía en vías de desarrollo. Cuando apareció la oportunidad de formar parte del G-20, entre 1997 y 1999, España se mantuvo al margen. Algunos creen que lo hizo porque Madrid primó su vocación europea y entendía que su lugar sería el G-7. Si alguna vez España pareció estar más cerca de entrar en este club de los países más ricos fue durante los años del Gobierno del PP, por la amistad de Aznar y Bush. Toribio considera que España no entró en el G-20 porque «ni estaba en crisis ni pensó que tendría un papel para resolver la crisis de los países periféricos».

Pero el objetivo ahora de la economía española es desempeñar un papel más importante en los foros internacionales y estar presente en la conferencia de noviembre en Estados Unidos, donde estará sobre la mesa la posible refundación del capitalismo, como sucedió en julio de 1944 en Bretton Woods. Conseguir estar en la cumbre de noviembre es ahora una prioridad para España. En esta conferencia está mucho en juego. «Tendría lógica que España asistiera a la cumbre de noviembre, por el peso que tienen sus multinacionales, sobre todo los bancos», afirma Federico Steinberg.

Introducir cambios en la organización económica internacional puede ser una forma de que España entre en la rueda de los clubes selectos. Las bases sobre las que fueron creados el G-7 y el G-20 han cambiado y algunos expertos creen que es el momento de crear otros ámbitos de discusión económica.

Dejar entrar a España en el G-7 o G-20 tiene el riesgo de suponer un agravio comparativo para otros países con aspiraciones, como podría ser Nigeria. Llevar el debate para refundar el capitalismo a foros como el FMI o a Naciones Unidas podría ser poco efectivo: demasiados países para llegar a una conclusión. El profesor Toribio propone, por ejemplo, que se cree un nuevo G-5, integrado por Estados Unidos, Japón, China, Rusia y la Unión Europea como un todo. La economista Mayte Ledo coincide en la necesidad de cambios: «Podríamos tener una mayor representación en un entorno que deberíamos repensar».

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Temas:Informes UE OCDEInvestigación
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